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.Y eso que Lope a tales alturas no necesitaba darle jabón a nadie.Para que vean vuestras mercedes lo que sonlas cosas, y lo que somos España y los españoles, y cómo aquí se abusó siempre de nuestras buenas gentes, ylo fácil que es ganarlas por su impulso generoso, empujándonos al abismo por maldad o por incompetencia,cuando siempre merecimos mejor suerte.Si Felipe IV se hubiera puesto al frente de los viejos y gloriosostercios y hubiera recobrado Holanda, vencido a Luis XIII de Francia y a su ministro Richelieu, limpiado elAtlántico de piratas y el mediterráneo de turcos, invadido Inglaterra, izado la cruz de San Andrés en la Torrede Londres y en la Sublime Puerta, no habría despertado tanto entusiasmo entre sus súbditos como el hechode matar un toro con personal donaire.¡Cuán distinto de aquel otro Felipe Cuarto que yo mismo habría deescoltar treinta años después, viudo y con hijos muertos o enclenques y degenerados, en lenta comitiva através de una España desierta, devastada por las guerras, el hambre y la miseria, tibiamente vitoreado por lospocos infelices campesinos que aún quedaban para acercarse al borde del camino! Enlutado, envejecido,cabizbajo, rumbo a la frontera del Bidasoa para consumar la humillación de entregar a su hija en matrimonioa un Rey francés, y firmar así el acta de defunción de aquella infeliz España a la que había llevado aldesastre, gastando el oro y la plata de América en festejos vanos, en enriquecer a funcionarios, clérigos,nobles y validos corruptos, y en llenar con tumbas de hombres valientes los campos de batalla de medíaEuropa.Pero de nada aprovecha adelantar años ni acontecimientos.El tiempo que relato aún estaba lejos de tanfunesto futuro, y Madrid era todavía la capital de las Españas y del mundo.Aquellos días, como las semanasque siguieron y los meses que duró el noviazgo de nuestra infanta María con el príncipe de Gales, los pasó laVilla y Corte en festejos de toda suerte, con las más lindas damas y los más gentiles caballeros luciéndosecon la familia real y su ilustre invitado en rúas de la calle Mayor y el Prado, o en elegantes paseos por losjardines del Alcázar, la fuente del Acero y los pinares de la Casa de Campo.Respetando, naturalmente, lasreglas más estrictas de etiqueta y decoro entre los novios, a quienes no se dejaba solos ni un momento, ysiempre  para desesperación del fogoso doncel se veían vigilados por una nube de mayordomos y dueñas.Ajenos a la sorda lucha diplomática que se libraba en las chancillerías a favor o en contra del enlace, lanobleza y el pueblo de Madrid rivalizaban en homenaje al heredero de Inglaterra y al séquito de compatriotasque, poco a poco, fue reuniéndosele en la Corte.Decíase en los mentideros de la ciudad que la infanta estabaen trance de aprender la parla inglesa; e incluso que el propio Carlos estudiaba con teólogos la doctrinacatólica, a fin de abrazar la verdadera fe.Nada más lejos esto último de la realidad, como pudo comprobarsemás tarde.Pero en el momento, y en tal clima de buena voluntad, esos rumores, amén de la apostura,comedimiento y buenas trazas del joven pretendiente, acrecentaron su popularidad.Algo que más tardeanimaría a disculpar los desplantes y caprichos de Buckingham, quien, según fue ganando confianza acababa de ser nombrado duque por su Rey Jacobo , y tanto él como Carlos comprendieron que lo delmatrimonio iba a ser arduo y para largo, desveló un antipático talante de joven favorito, malcriado y lleno dearrogancia frívola.Algo que a duras penas toleraban los graves hidalgos españoles, sobre todo en trescuestiones que a la sazón eran sagradas: protocolo, religión y mujeres.A qué punto no llegaría con el tiempoVOL [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

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